—Yo soy Ery —dije sonriendo—. Y sí, la noche está resultando bastante
aburrida. Supongo que me iré a casa dentro de poco, prefiero hacer algo útil.
—Vámonos de aquí.
Cuando el chico me dijo aquello mi respiración se interrumpió. Era una
chica muy vergonzosa y sólo el hecho de hablar con un desconocido suponía un
enorme esfuerzo, por lo que solía tartamudear continuamente y mis manos
empezaban a sudar.
—No te preocupes, confía en mí—añadió al ver mi cara de asombro.
Nos dirigimos hacia la puerta esquivando la multitud que se amontonaba
cerca de la pista de baile. Fuera no había el más mínimo rastro de actividad,
pues todos los chicos y chicas estaban dentro, disfrutando. Nos dirigimos a una
pequeña colina cercana al instituto para contemplar el atardecer. El cielo se
teñía de un tono naranja rosado mientras el Sol se escondía en el horizonte.
Nos tumbamos en la hierba sin importarnos las manchas que aparecerían en
nuestra indumentaria al cabo de un rato.
—Así se está mejor —dijo mirando fijamente al cielo y esbozando una
media sonrisa. Era bastante más alto que yo, con la piel tostada y los ojos
verdes. Cada vez que sonreía aparecían dos hoyuelos en sus mejillas que le
hacían verdaderamente atractivo. No sabía qué decir, así que me limité a
observar cómo el cielo se iba oscureciendo lentamente y las estrellas poco a
poco se hacían paso en el firmamento—. Me encantaría poder volar, irme lejos de
aquí sin tener que rendirle cuentas a nadie.
—Todos podemos volar.
— ¿Cómo? —dijo mientras se giraba y apoyaba la cabeza en el brazo
derecho para mirarme fijamente a los ojos, aunque yo seguía embobada mirando al
cielo.
—Con los libros. La imaginación es como un pájaro, puedes volar e ir a
donde quieras con ella —obviamente aquello en mi cabeza sonaba mucho menos
cursi o no me habría atrevido a decirlo en la vida.
El chico empezó a reírse.
—Soy patética, lo sé —dije mientras me tapaba el rostro con mis manos
deseando que la tierra me tragase en aquél momento.
—Al revés, eres maravillosa.
— ¿Eres uno de esos pederastas que salen en las películas? —dije
con un tono burlesco mirándole a los ojos. He de reconocer que aquella frase me
había encantado, pero no podía olvidarme de que aquél chico era prácticamente
un completo desconocido.
— ¿Pero cuántos años me echas?—aquello me hizo reír a carcajadas.
Estuvimos hablando durante más de dos horas. Su verdadero nombre
era Daniel pero desde que era pequeño quería llamarse Dominick, así que mucha
gente acabó llamándole Nick. Era dos años mayor que yo y había venido
acompañando a su hermana, una chica de mi edad que iba al bachillerato de
letras. Estudiaba Ingeniería Informática en la Universidad de Valencia. Huérfano
de padre, vivía con su madre en un barrio a las afueras de la ciudad. Le
gustaba leer, aunque no de forma tan obsesiva como yo, dibujar y escribir. Sin
darnos cuenta, el baile estaba a punto de finalizar, chicos y chicas empezaron
a salir del gimnasio. Lo último que
quería es que la noche acabase. Me hubiese quedado horas y horas conversando
con Nick. Hablar con él era como estar en casa; hacía que te sintieses bien y
que te olvidases de los problemas.
Entramos en el gimnasio. Noa estaba sentada en una pequeña butaca
burdeos con los tacones en la mano mientras que Hugo y David bailaban una lenta
canción entre globos faltos de helio que habían cedido a la fuerza de la
gravedad y quedaron suspendidos a nivel del suelo. Noa y Nick se presentaron y nos sentamos a su
lado, mientras contemplábamos a Hugo y David desde la distancia. Parece ser que
la gente se había olvidado del asunto a medida que avanzaba el baile, así que
pudieron disfrutar de tranquilidad.
—Son adorables —dijo Noa con la mirada fija en la pareja.
—Sí que lo son —contesté—.
Se te ve completamente feliz.
—Me alegro muchísimo por él. Se lo merece, es como mi hermano.
Nick sacó una pequeña libreta del bolsillo interior de su chaqueta,
junto con un deteriorado lápiz de apenas cinco centímetros. Trazó unos rápidos
garabatos sobre el papel y arrancó la hoja para guardársela en el bolsillo del
pantalón.
Cuando apenas quedaban doce alumnos en el gimnasio el director
volvió a subir al escenario realizando pequeñas eses en su trayectoria y
anunció con una voz temblorosa que el baile llegaba a su fin. Hugo y David se
acercaron a nosotros sonrientes y decidimos que era hora de volver a casa. Nick
se ofreció para llevarnos a todos. Una vez comprobamos que no había ni rastro
de su hermana, que se habría ido con algunas amigas por ahí, todos aceptamos
sin rechistar. Nick hizo una llamada de apenas trece segundos y pasados diez
minutos un gigantesco coche negro se paró delante de nosotros. Un hombre
trajeado, de unos cincuenta años, bajó del vehículo y nos hizo señas para que
subiésemos. Nos quedamos anonadados, intentando analizar la situación.
—Hola, Fran, perdona por haberte molestado a estas horas —dijo Nick
mientras le estrechaba la mano y subía al coche.
Decidimos seguirle y nos montamos en aquella obra de ingeniería
negra en cuyo interior había espacio suficiente para veinte personas. Aquél
hombre era el chófer de la familia, que estaba a su disposición las veinticuatro
horas del día. Su madre era una reputada embajadora y su familia disponía de
todo tipo de comodidades. Fran nos pidió nuestras direcciones y con un
“inmediato” giró la llave y el motor empezó a rugir. Estuvimos hablando durante
un rato hasta que el automóvil se detuvo en frente de la casa de Noa, y ésta
bajó tras despedirnos a todos y darle un fuerte beso a Hugo en la mejilla. La
siguiente parada era mi casa. Me despedí de los chicos y salí con torpeza del
vehículo.
Al subir a mi habitación comprobé que mi madre había dejado un
regalo sobre mi cama. Solté el bolso encima de la mesa y me senté en la cama
para abrirlo detenidamente, pues soy de esas personas que no pueden romper el
papel de regalo, va contra mis principios. Era un libro, cómo no, de un autor
del que no había oído hablar jamás. La portada tenía impresa la fotografía de
una playa con un faro a lo lejos, era una instantánea preciosa. Sobre ella
estaba escrito el título de la obra con una letra elegante y de color plateado,
‘Sea’. Recorrí el contorno del título con las yemas de mis dedos una y otra vez
mientras continuaba contemplando la imagen de la portada. Decidí guardar el
libro para empezarlo cuando empezase el verano. Me quité el vestido y lo dejé
tirado por el suelo. Me puse unos pantalones anchos que usaba regularmente como
pijama y una vieja camiseta blanca sin estampado alguno antes de meterme en la
cama. Aquella noche soñé con el mar, cómo una gran ola me arrastraba hasta las
profundidades del océano, donde apenas era visible la vida.
Cuando me desperté el Sol todavía no había teñido de luz las
calles, pero decidí salir de la cama y empezar a hacer algo productivo, o al
menos intentarlo. Bajé a la cocina con el pelo alborotado y ojeras de un tamaño
considerable. Mientras me tomaba una taza de chocolate caliente hice balance de
la noche anterior. No me podía quejar, la nueva pareja que se había formado era
entrañable y encima había conocido a Nick. ¡Nick! Entonces recordé que no tenía
ni su número, ni su dirección de correo. Sólo sabía que era el hermano de una
chica que iba a mi instituto pero a la cual no conocía y que vivía en un barrio
lujoso del extrarradio. No tenía forma de contactar con él. Que me irritase el
hecho de que no podía hablar con alguien que había conocido el día anterior y
con el cual había hablado unas horas me frustraba. No lo entendía. Decidí que
el lunes intentaría averiguar su número de teléfono como fuese.
Una vez me duché, me vestí y fui a visitar a Liss, que estaba
oculta entre columnas de libros como de costumbre. Le conté todas las novedades
de la fiesta, al fin y al cabo era una
de mis mejores amigas.
—Me alegro muchísimo por David y por tu amigo Hugo—dejó el libro
que tenía entre las manos y nos sentamos en un sofá aterciopelado situado tras
una gran mesa de caoba. Era otra de las cosas que adoraba de la biblioteca,
tenía zonas de relax para poder leer cómodamente en los sofás o sillones repartidos
por todo el edificio; unos muebles tan confortables que tenías que centrarte en
la lectura para no dormirte—. Seguro que consigues hablar con el chico, sólo
tienes que esperar, él aparecerá.
—Eso espero…
—Bueno, cambiando de tema. ¿Sabes qué? Estoy empezando a escribir
en el libro rojo—Liss era una experta a la hora de salir de momentos
incómodos—. Tengo que narrar la etapa más importante de mi vida con todo
detalle y a mano; la verdad es que temo defraudar a mi familia.
—No lo harás, has pasado toda tu vida entre libros de prosa y
verso, debes de ser magnífica.
En aquél momento David y Hugo entraron en la biblioteca, Liss y yo
nos levantamos para ir a saludarlos. Hugo llevaba una camiseta de tirantes
negra, odiaba el calor y cuando empezaba el verano no iba desnudo por la calle
porque no estaba bien visto.
—¡Tú eres la famosa Liss! Encantado, Ery siempre está hablando de
ti —dijo mientras le daba un beso en la mejilla.
—Cosas buenas, espero. Tenía muchas ganas de conocerte, Hugo —el
chico puso una cara un tanto extraña, no esperaba que Liss supiera su nombre,
pero verle al lado de David no dejaba mucho a la imaginación.
—Sabía que andaríais las dos por aquí, así que hemos traído algo
para comer —dijo David levantando una gran bolsa repleta de comida preparada.
La bolsa tenía dibujado un enorme dragón rojo, logo de mi restaurante favorito.
Liss despejó de libros la mesa principal de la biblioteca y los
chicos repartieron las pequeñas cajas en las que se encontraba la comida y los
palillos. Tal y como me conocía Hugo seguro que habría elegido rollitos de
primavera, uno de mis platos preferidos. Disfrutamos durante cerca de veinte
minutos de aquél espectáculo, porque no tenía otro nombre, que estaba montando
Hugo intentando comer con palillos chinos hasta que acabó usando las manos para terminarse el plato.
—Recordadme que jamás vuelva a pedir comida china y si lo hago, que
pida tenedores —cuando lo dijo nos echamos todos a reír, cosa que no hizo más
que mosquearle todavía más de lo que estaba.
Cuando terminamos de comer recogí todas las sobras y las metí a
presión en una pequeña papelera que estaba en la esquina de la biblioteca.
David cogió a Hugo de la mano y se lo llevó entre las estanterías para
enseñarle algunos de sus libros preferidos y con suerte conseguir que los
leyera. Al cabo de un rato Hugo volvió a la mesa con una pila de unos quince
libros, cada cuál más largo. David era un gran aficionado a la lectura, pero
Hugo no lo era tanto, y ver aquél montón le provocaba una cara de desesperación
bastante cómica. Liss soltó una pequeña risita y cogió de una estantería
cercana un libro pequeño, bastante viejo, en cuya portada se podía ver la
famosa ilustración de un niño rubio sobre un enano planeta y se lo dio a Hugo.
—No empieces la casa por el tejado. Léete ese libro, y luego si
quieres lee los otros.
Hugo asintió y cogió entre sus manos el ejemplar de “El
Principito”, libro que habíamos leído desde que éramos pequeño, pero que aceptó
sin rechistar.
La tarde transcurrió con normalidad. Nos quedamos hablando hasta
que la luz dejó de entrar por la ventana y las luces que colgaban del techo se
encendieron automáticamente con un tintineo progresivo. Liss empezó a bostezar,
así que los chicos y yo decidimos que era hora de volver a casa. Nos despedimos
de Liss y acompañé a David y a Hugo hasta la puerta. Una vez fuera me despedí
de ellos y me dirigí hacia casa. Mientras andaba por una pequeña calle me puse
a pensar en Hugo. Envidiaba la felicidad que irradiaba desde que estaba con
David. Por un momento quise tener pareja, pero eliminé aquel pensamiento de mi
mente enseguida y decidí hacer algo nuevo, algún proyecto que me centrase y de
alguna manera me hiciese sentir útil.
Cuando llegué a casa todavía no sabía qué es lo que iba a hacer,
así que subí las escaleras hacia mi habitación, accioné el pequeño interruptor
que estaba al lado de la puerta y la habitación se llenó de luz. Saqué el
cuaderno azul de debajo del colchón y me tumbé en la cama repasando cada una de
sus páginas escritas, el cuaderno estaba prácticamente acabado, sólo quedaban
dos o tres páginas en blanco. Entonces me di cuenta de que aquél cuaderno había
significado bastante para mi, y no podía dejar que de algún modo desapareciese.
Me levanté entusiasmada de la cama y me senté en la silla del
escritorio, donde estaba mi portátil blanco. Lo abrí y pulsé el botón de
encendido, al instante una gran manzana mordida apareció en la pantalla. Tecleé
la dirección de Blogger y doce clicks más tarde tenía un blog con fondo blanco
y una gran fotografía del mar como cabecera listo para ser usado. Durante los
cinco minutos siguientes me dediqué a subir las tres primeras páginas del
cuaderno azul al blog. No pretendía conseguir nada de aquello, simplemente
poder conservar un trocito de mi sin que nadie pueda destruirlo. Presioné la
tecla “enter” y lo que era un blog vacío se llenó de letras que unidas como
hermanas formaban frases cargadas de historias. Era una entrada bastante larga,
con una fotografía de un pájaro volando sobre el mar al principio, justo debajo
del título del blog, Juntos Como Sea.
Pasé una hora mirando blogs conocidos de internet para copiar
alguna idea del diseño, pero como no me convenció ninguno decidí dejarlo tal y
como estaba; simple pero bonito. Me fui a la cama ilusionada, cansada y
hambrienta. Tal vez sería una de mis tonterías que dejaría de lado a los dos
días, pero era mía y nadie podía arrebatármela.
Al despertarme pude notar el olor a tortitas recién hechas. Bajé
las escaleras de dos en dos hasta la cocina, donde estaba mi madre con una
sonrisa dibujada en el rostro. En mitad de la mesa de granito había un enorme
plato repleto de tortitas y alrededor pequeños cuencos con sirope, nata y
mermelada.
—¿Qué celebramos?
—No hace falta que celebremos nada para que te haga un desayuno en
condiciones de vez en cuando. Anda, siéntate y come.
Cogí un vaso, un cartón de leche de la nevera y me senté a degustar
aquél festín que me había preparado mi madre. Tenía que reconocer que aunque
tuviésemos nuestros más y nuestros menos, sabía qué es lo que me gustaba y,
dentro de lo que cabe, animarme.
—¿Qué tal te lo pasaste el otro día?
—Genial —dije con la boca llena de comida—. ¿Sabías que Hugo y
David, el chico de la biblioteca, están juntos?
—No recuerdo muy bien a David, pero me alegro de que Hugo sea
feliz. Aunque bueno, ya sabes que yo para esas cosas sigo siendo muy
tradicional.
—Sí, tú siempre tan antigua —y olvidadiza, puesto que le había
hablado de David en numerosas ocasiones en las que, como de costumbre, no me
escuchaba.
No pasaron ni quince minutos cuando la montaña de tortitas quedó
reducida a migas. Dejé mi plato y mi vaso en el fregadero y, tras darle un beso
en la mejilla a mi madre como agradecimiento huí hacia mi habitación. No me
había percatado del completo desorden en el que se encontraba hasta que tuve
que concentrarme para ver el suelo.
Conseguí, no sin algo de esfuerzo, llegar al escritorio y encender
el ordenador. Quería ver de nuevo la entrada, releerla al menos. Mi sorpresa
fue que justo debajo de la entrada, en un enlace bastante pequeño se podía
leer: “1 comentario”.
Decidí abrirlo. Mientras la página cargaba he de reconocer que
estaba nerviosa. Debajo de un formulario azul para realizar nuevos comentarios
se podía ver una pequeña imagen cuadrada seguida de dos frases. “La belleza del
mar reside en la ausencia del ser humano. Me encanta.” Repasé la primera frase
una y otra vez en mi cabeza. La verdad es que era maravillosa. La segunda no la había entendido muy bien,
pero supongo que se referiría a que le había encantado la entrada.
Estaba eufórica. Siempre había considerado que era un desastre para
escribir y todo lo relacionado con el mundo de las palabras y que para lo único
que servía era leer. Entonces, cuando vi que
unas simples frases escritas hace meses le habían gustado a alguien, no
pude contener la sonrisa. Además, no sólo le había gustado. Le había encantado.
Decidí investigar al desconocido un poco. Si seleccionabas la
fotografía o el nombre de usuario podías ver su perfil, y desde ahí acceder a
los blogs en los que escribía. Debajo de su nombre podía leerse el título de su
blog. Cuarta Nube a la Derecha. Era un nombre bastante cursi, pero me gustaba.
Era un chico de 18 años que escribía usando el pseudónimo de Han. El aspecto de
la página era bastante elegante. Dos columnas, una central donde estaban
escritas todas las entradas con un vocabulario excelso y una lateral más
estrecha en el que había un pequeño reproductor de música y una breve
descripción de él. Todo decorado con elegantes emoticones con tonos grisáceos y
líneas perfectas.
En su última entrada había copiado un poema de Alberti, Marinero en
Tierra. Es cómico porque se había limitado a copiar algo ya existente, pero aun
así tenía cincuenta y siete comentarios. No podía reprochárselo porque aquél
poema era uno de mis preferidos. Dedicado íntegramente al mar. Cada vez que lo
leía intentaba ponerme en la piel del autor. Que a mi me apartasen del mar y no
pudiese volver a verlo ni olerlo en una larga temporada. Me moriría.
En un pequeño espacio de la columna lateral de su blog había una
lista de enlaces a otros sitios que le parecían interesantes. Asombrosamente mi
blog pertenecía a aquella exclusiva lista. Casi todos los integrantes eran
conocidos blogs que contaban con una media de cincuenta comentarios por
entrada. Lo curioso de aquello es que a pesar de que cada blog tenía un estilo
diferente, todos se unían gracias a la
pasión por la escritura.
Uno de ellos, Memorias en el Olvido, era completamente negro, en
cuya cabecera se podía ver la imagen de una joven de cabello negro como el
hollín y ojos artificialmente azules. Otro, sin embargo, tenía tonos rosados y
al inicio de cada relato había un pequeño corazón rojo. Casi todas las estradas
eran de amor, exceptuando algunas en las que dejaba atrás los temas románticos
y se adentraba en el mundo de la fantasía. Aunque quién sabe si el amor no es
verdaderamente una fantasía.
Casi todos hacían uso de pseudónimos. Desde Han hasta Cia, que era
el usado por la autora de Memorias en el Olvido. Por un momento me planteé usar
uno. Siempre me había gustado Nerea como nombre y Blogger me permitía usarlo.
De hecho me otorgaba la posibilidad de ser quien yo quisiera, pero era eso lo
que me preocupaba. Dejar de ser Ery y pasar a ser una mentira. Decidí dejar mi
identidad intacta, y me animé a escribir otra entrada.
“Los primeros rayos de sol se
filtraban por las cortinas iluminando suavemente la habitación, que estaba
presidida por una gran cama blanca a juego con las paredes.
Era la habitación de mis
sueños, tan blanca y luminosa que parecía una representación de lo que algunos
piensan que es el cielo.
Había un gran ventanal
que daba paso a una pequeña terraza desde la cual se podía ver toda la playa,
que mecía el ambiente lentamente con cada ola que llegaba a la orilla y
volvía temerosa a las profundidades dejando en la arena el intenso olor a mar.
Lo mejor de la
habitación era el cuerpo que descansaba sobre la cama, cubierto parcialmente
por una sábana blanca. Respiraba lentamente, como si estuviese atrapado en un
mar de sueños del cual no quería salir a respirar. Era capaz de alegrar
el día a todo aquél que viese su sonrisa, y es que no había persona que
transmitiese más paz que él. Incluso enfadado, cuando fruncía el ceño, era
incapaz de alterarse.
Desataba locuras con su
pelo negro y la piel blanca como las nubes, que junto con unos ojos verdes
extremadamente claros conformaban una de las más bellas mezclas jamás vista.
Podría decirse que era la llave que daba cuerda a mi vida. “
Era extremadamente cursi, y es que a pesar de parecer reacia a
tener pareja, en el fondo de mi ser tenía unas ganas terribles de poder contar
con alguien al que apoyar y que, cuando todo se volviese del revés, fuese capaz
de mantenerme al derecho.
No es que yo quisiera estar sola, mi problema es que no quería
arriesgar. Esperaba que el príncipe azul llegase a mi vida por arte de magia,
sin tener que sufrir lo más mínimo. Tenía miedo a que alguien me pudiese hacer
daño, que perpetrarse mi coraza y me destruyese desde dentro. No dejaba que la
gente me conociese por completo. Era frustrante porque a ese paso acabaría
viviendo en un pequeño piso cercano al mar conviviendo con dieciocho gatos.
Cerré el portátil y me quedé mirando un instante por la ventana
cómo un pequeño grupo de pájaros volaban formando una flecha irregular en el
cielo. El verano se acercaba. Decidí adecentar un poco mi habitación. Entre los
exámenes y mi consolidada vagancia todavía estaba esparcido por el suelo, entre
otras muchas prendas, el vestido del baile.
Cogí el vestido del suelo junto con el bolso y los zapatos para
dejarlos sobre la cama, luego decidiría qué hacer con ellos, porque guardarlo
en el armario era una pérdida de espacio.
Empecé haciendo la cama, al ser el mueble más grande de la
habitación, cuando la arreglabas todo parecía mucho más ordenado, aunque el
suelo estuviese repleto de ropa arrugada, sucia o ambas. Como el verano estaba
cada vez más cerca, el calor empezaba a hacer acto de presencia, por lo que el
edredón empezaba a sobrar. Con una fina colcha y la sábana bastaría.
Una vez la cama estaba hecha casi a la perfección le tocaba el
turno a la ropa esparcida por el suelo. Hice un pequeño montón con la ropa
sucia y otro bastante más grande con ropa que, a pesar de estar limpia, había
acabado en el suelo por mis dudas de vestuario antes de ir a clase. Deposité
toda la ropa sucia en un cubo blanco que había en el cuarto de baño. Con la
ropa arrugada no lo tuve tan fácil. Me llevó cerca de una hora y media planchar
todas las prendas y volverlas a guardar con un cierto orden en el ropero.
Por fin la habitación empezaba a parecer eso, una habitación. Mover
dos o tres libros del escritorio, quitar un poco el polvo al ordenador y ya
estaba todo completamente ordenado.
¿Qué hago con el vestido? Podría guardarlo en un altillo y seguramente no volver a verlo
hasta que lo encontrase por casualidad, porque tanto mi madre como yo teníamos
una memoria bastante deficiente. Otra cosa que podía hacer era dárselo a mi
madre, aunque no le estaría bien ni de broma. Me decanté por la primera opción,
así que cogí el bolso para asegurarme que no había nada dentro, menos mal que
lo hice. Dentro estaba mi móvil y en una esquina había un papel doblado.
Al abrirlo mi estómago se revolvió. Números, sólo había números.
Pero no unos números normales, no. Números escritos a lápiz. Escritos con una
caligrafía pulcra y detallada. Escritos por Nick.
No me lo esperaba. Me pilló completamente por sorpresa. No sabía si
alegrarme por haber encontrado la forma de ponerme en contacto con él o
sentirme decepcionada porque en los dos últimos días me había olvidado de su
existencia. No sabía qué hacer, como de costumbre. Tampoco tenía ganas de
comerme la cabeza así que metí el papelito dentro del cuaderno azul, que estaba
junto al ordenador, y encendí el equipo de música. Era un nuevo aparato que la
empresa de mi madre estaba a punto de comercializar, pero había conseguido un
ejemplar y un joven de la empresa lo había instalado en mi habitación como
regalo. Lo curioso del dispositivo es que constaba de diez pequeños altavoces
inalámbricos que estaban repartidos por la habitación. Había uno debajo de la
cama, en cada esquina de la habitación, entre los libros… Cada vez que lo
encendía me recordaba a la clínica de un dentista.
En la radio sonaba Kimbra a todo volumen. Bajé un poco el nivel
para poder concentrarme en la lectura. En uno de los cajones de mi mesita de
noche tenía guardados algunos libros de pendiente lectura. Entre ellos estaba
el que me había regalado mi madre hacía una semana. Tras la portada se abría
paso una página prácticamente en blanco en cuyo centro, con una tipografía fina
y cursiva, se podía leer:
“El
simple aleteo de una mariposa puede cambiar el mundo.”
Continué leyendo. Una página. Dos páginas. Tres páginas. Cuando
quise darme cuenta la contraportada se cerró como un portón chirriante. El
libro estaba bien, no uno de mis preferidos, pero era entretenido. Lo que me
maravilló fue la frase del Efecto Mariposa.
El cielo se había teñido de añil, serían las ocho aproximadamente.
Al día siguiente tenía clase pero podía acostarme bastante tarde porque era la
última semana, en la que las horas pasaban lentamente. Todos habíamos acabado
los exámenes y no teníamos nada que hacer. Me levanté de la cama y abrí el
portátil. Había dejado abierto el navegador, así que sólo tuve que refrescar la
página para ver si había algún cambio notable en el blog. Y vaya si lo había,
trece comentarios gracias a la recomendación de Han. El que más me llamó la
atención fue el de una chica que se hacía llamar Bu. Su blog, Guarda Mis
Secretos era estéticamente parecido al mío. Extremadamente blanco, dulce,
delicado. Era un pedacito de cielo digital. Al abrirlo empezó a sonar una
delicada pieza a piano y violín. La música me hipnotizó de tal manera que no
pude leer la entrada hasta pasados unos minutos.
Una
vez devoré las letras de su escrito a una velocidad asombrosa me dejé caer
sobre el respaldo de la silla. Era maravilloso. La historia fluía como un
pequeño riachuelo en el más árido de los desiertos. Lentamente pero con una
fuerza arrolladora. Maravillaba en toda su extensión. Dudaba que algún día pudiese
escribir tal y como lo hacía ella, con semejante perfección.
Han, a medida que estaba leyendo, más me estaba emocionando y ni sé bien de qué. Tal vez porque, Ery, hace en su casa más o menos lo que yo hago o porque, en ciertos gustos se parece algo a mí.
ResponderEliminarQue te dejen un teléfono de contacto en un bolsillo, es un poco frustrador. En mi opinión es mejor darlo en cara, para que no hubiesen dudas después como a las que más tarde Ery se tuvo que enfrentar.
Hay una de las frases... que pienso escribir en mi diario; ''La belleza del mar reside en el ser humano''.
Será que hoy estaba devoradora, pero no me ha costado nada meterme en la historia y... ya que estoy, no pienso dejarlo así. Tal vez hoy sí me ponga al día como en días atrás, he estado deseando.